El uso de castigos en la educación de los hijos es una práctica habitual, tanto en forma verbal como física. Ninguno de los dos es del todo recomendable, y el límite es tan difuso que en muchos casos linda -o directamente entra- en el terreno del maltrato. Para empezar, deberíamos actualizar el término y erradicar la palabra “castigo”, que de por sí suena fea. Quizás lo más recomendable es utilizar la frase “concientizar al niño de las faltas que comete”.
Pues sí, toda mala acción debe tener una consecuencia. Ellos mismos deben aplicarse una sanción apropiada a su edad y congruente a la falta cometida. Pero debemos tener claro que este proceso de concientización inicia desde muy temprano, incluso desde el embarazo. Napoleón Bonaparte decía: «Los niños se educan 20 años antes de que nazcan». Es decir, con nosotros como padres. Al niño hay que enseñarle a respetar siendo respetado, a no dañar haciéndole ver las consecuencias de lo mismo. Pero criamos seres egoístas, que se consideran pequeños reyecitos y al salir al mundo reciben rechazo con estas conductas.
Si bien lo ideal es que ellos propongan la sanción, debe tratarse de algo que produzca un efecto en el infractor: puede ser un tiempo fuera, hacer planas, no tener un helado… O, en caso de los adolescentes, un determinado período sin su teléfono celular. Mucho de esto dependerá de cada hogar. Lo importante es despertar conciencia más que poner a alguien morado a golpes sin entender el por qué. Porque de ser así, eso generará un ser que odie al mundo, se sienta víctima y luego planee una venganza contra la humanidad.
En general, las madres son las que más aplican castigos físicos. Del mismo modo, los progenitores de nivel sociocultural más bajo tienden a poner en práctica medidas disciplinarias más drásticas. Según un estudio, el 52% de las madres consideraba que no debían haber empleado el castigo físico más de la mitad de las veces que lo hicieron. Otro informe científico demostró que mientras más fueron golpeados niños de tres a seis años, peor fue su comportamiento dos años después. La represión física, además, genera efectos colaterales como complicaciones emocionales.
Es que a veces castigamos con enojo, y eso está mal. No solo se trata de condenar la violencia física sino la verbal y la psicológica, que a veces pueden dañar más. Es fundamental no dejar que las faltas lleguen al extremo para concientizar y encontrar sanciones adecuadas.
Hay ocasiones que se puede permitir una nalgada en casos puntuales o una palmada en la mano, también un jalón si se va a tirar a la calle… Pero gran parte del problema, como decía Napoleón, está originado en los padres. Los adultos no prevenimos sino que vivimos como autómatas, y cuando algo pasa respondemos abruptamente, porque jamás nos hemos planteado riesgos al criar un niño.
Los padres, por ejemplo, no protegemos las áreas donde cocinamos y los niños se pueden quemar. Vamos por la calle y se nos olvida que llevamos un niño, Así, cientos de cosas. Somos padres porque la naturaleza nos hizo para serlo, pero no tomamos conciencia de lo que implica la paternidad… Definitivamente es mucho más que concebir y parir.
En caso de que estos métodos de concientización no funcionen, lo recomendable es acudir a terapia para tener un punto de vista neutral, discreto y fidedigno. Sabemos que un profesional no tomará partido y velará para que encontremos la mejor solución, consensuada y justa.