Normalmente son los padres los primeros en percibir que algo no va del todo bien con su hijo, pero tienden a ignorar la situación, o a verla como normal desde una óptica subjetiva, por no reconocer que existe un problema, y les afecta. Y es comprensible; los padres tienen tantas expectativas depositadas en sus hijos, y proyectan tanto sus anhelos sobre ellos, que resulta frustrante reconocer la posibilidad de que eso no vaya a ser así.
Es mucho más frecuente de lo que nos imaginamos que los niños presenten algún déficit o alguna dificultad en su conducta o aprendizaje, que requiera una atención; bien sea por algún pequeño trastorno orgánico, o bien por algún posible criterio erróneo en su educación o en su atención, o por circunstancias del ambiente familiar en el que vive. En esa primera fase, cuando se observan los primeros síntomas, la gran mayoría de problemas son fácilmente superables con un oportuno y sencillo tratamiento, de modo que ese niño o niña evolucionará con total normalidad, para satisfacción de sus padres; y aún en los casos en los que se detecte una limitación permanente, su diagnóstico temprano permitirá orientar su tratamiento para obtener el mejor rendimiento según sus posibilidades.
Si un problema existe, no se va a solucionar por ignorarlo; todo lo contrario; en una segunda fase, cuando se hace más llamativo y llegan las observaciones del colegio o de otras personas cercanas, el problema empieza a entorpecer seriamente el desempeño académico y la relación con los demás, tanto a nivel familiar, como escolar y social. Aún hay solución; tanto más fácil cuanto menor es la persona, pero normalmente ya no tan sencilla, pues ya ha habido algún deterioro colateral que hay que recuperar también. En una tercera fase, el problema ha deteriorado tanto su entorno y su propia autoestima, que ya no es fácilmente recuperable.
Recuerde, cuanto antes, mejor, y los padres deberían ser capaces de detectarlo antes que los demás. En el caso de niños pequeños, algunos síntomas por los que debe buscarse ayuda son:
- Anomalías en el desempeño escolar, o bajas calificaciones a pesar de esforzarse mucho.
- Estress o negativa a ir a la escuela, a acostarse por la noche, o a participar en las actividades normales de su edad.
- Pesadillas persistentes.
- No poder estarse quieto, romper cosas, o subirse a todas partes.
- Desobediencia o agresividad persistente y oposición o provocación a las figuras de autoridad.
- Arrebatos de ira o rabia frecuentes o inexplicables.
En el caso de preadolescentes y adolescentes:
- Cambios sensibles en el desempeño escolar.
- Abuso de bebidas alcohólicas y/o drogas.
- Incapacidad para enfrentar problemas y actividades diarias.
- Cambios sensibles en los hábitos de dormir o comer.
- Quejas frecuentes de malestares físicos.
- Temor exagerado a engordar, aún estando delgada(o).
- Violación de derechos ajenos, robos o vandalismo. Oposición a la autoridad, faltar al colegio.
- Persistente pesimismo y actitud negativa, pudiendo acompañarse de insomnio, pérdida de apetito, o pensamientos de muerte.
- Arrebatos de ira o rabia frecuentes.