En muchas ocasiones, la enfermedad o discapacidad de una persona hace necesario un intenso cuidado y atención por parte de otra. Con frecuencia esta tarea la realiza un familiar, o es compartida por varios familiares. En algunos otros la realiza alguna tercera persona en forma profesional. Se trata de una labor humanitaria no siempre bien comprendida, y mucho menos comprendidos aun resultan los efectos psicológicos adversos que suelen surgir en la persona cuidadora como consecuencia de su labor, particularmente si se trata de enfermedades psíquicas, o de enfermedades físicas acompañadas por algún trastorno psíquico.
En general, la labor es ingrata y desgastante. Si la dependencia del enfermo de su cuidador es enorme, no menos enorme es el condicionamiento y la limitación a que éste se ve sometido constantemente, y del que en muchas ocasiones quisiera escapar. Particularmente cuando la persona que cuida tiene capacidad para desarrollarse en otras áreas, tiende a sentir que la vida más allá de las cuatro paredes que la limitan pasa sin ser aprovechada, y al sentimiento positivo por la labor humanitaria se contrapone un sentimiento de frustración y de tristeza que tiende a provocar depresiones.
Existen también numerosas personas que no sienten deseos de desarrollarse en otras áreas, o que han sido maltratadas por la vida y tienen baja autoestima, o que, por alguna razón no han hallado su lugar en la vida, que encuentran en esta actividad una justificación para su existencia. En este caso existe una relación simbiótica de dependencia mutua, y la sensación de sentirse útiles borra cualquier frustración por la limitación, puesto que es una limitación elegida y asumida.
Como se apuntaba anteriormente, cuando la enfermedad es psíquica, o cuando a la enfermedad física le acompaña algún trastorno psíquico, tales como desorden bipolar, desorden de ansiedad, esquizofrenia, demencia senil, alcoholismo o drogadicción, la convivencia puede hacerse difícil, y la situación se complica sensiblemente, no sólo para la persona que cuida, sino para todo el entorno familiar, o de las personas que convivan con el enfermo. Es este caso llega a ser necesario algún tipo de terapia para las personas más cercanas al enfermo, pues de lo contrario su salud mental también tiende a deteriorarse.
En todo caso, la persona que cuida necesita tomarse periodos de descanso; tanto más cuanto más desgastante sea la convivencia con el enfermo. Si, como suele ser habitual, hay posibilidad de compartir el cuidado del enfermo entre dos o más familiares, es justo hacerlo. Si ello es difícil o imposible, debe buscarse al menos la manera de contribuir económicamente al pago de una persona que haga esa labor en los periodos en que el cuidador habitual necesite liberarse temporalmente de esa tarea.