Jun
14

EL PADRE VISTO POR SU HIJO

Con ocasión del día del padre es oportuno profundizar en el tema de la paternidad. Analicemos ahora cómo evoluciona la visión que un hijo tiene de su padre. Normalmente, en la primera y segunda fase de la niñez, hasta como los seis o siete años, el padre de cada niño es el mejor padre del mundo. El niño no ve al padre objetivamente, ni le compara con otros padres, o con un patrón ideal, sino consigo mismo; por tanto, es un sabio, porque cualquier cosa que el niño le pregunta, la sabe. Es enormemente habilidoso, porque sabe hacer de todo, y todo lo hace bien. Es, en definitiva, casi un superhéroe, al que sólo le falta volar. El padre es objeto de una intensa admiración por sus “capacidades”.

En la etapa de latencia, hasta la pubertad, la visión del padre es en un plano más realista. Sigue en alguna medida teniendo esa magia, pero ya no en la misma manera. Empieza a cuestionarse muchas de sus supuestas capacidades, y empieza a ver defectos, pero no hay una decepción por ello, porque, a la vez, también se da cuenta de que los superhéroes sólo existen en la fantasía. En la realidad, y junto con la madre, el padre es quien está ahí, protegiéndole, dándole seguridad, y un modelo de referencia para su educación, el cual, aunque a veces rechace aparentemente, en el fondo acepta y lo reconoce como necesario. Por ello lo quiere.

En la adolescencia, aquel superhéroe suele pasar a ser “ese viejo que no se entera de nada”; el padre es un ser anacrónico, desactualizado, que no está en la onda; una especie de fósil que no entiende las modas o la música de hoy, que le limita sus libertades, y que le regala sermones trasnochados que no van con él. “Definitivamente, el padre se equivoca”. Aquí el hijo vuelve a ver al padre con gran subjetividad. Chocan dos mundos diferentes: el del adolescente, actual, idealista, subjetivo e inexperto buscando su propia autonomía; y el del padre, más objetivo, realista, y experto, aunque tal vez no tan actual, buscando el mejor futuro para su hijo. La relación tiende a ser más distante; muchas veces se hace tensa, y en ocasiones se rompe. En esta etapa es importante que el padre sepa conjugar flexibilidad y tolerancia con firmeza, lo cual no es fácil para todos. A la vez, se pone de manifiesto el nivel de comunicación que haya habido entre ambos en las etapas anteriores. Si ha sido adecuado, lo normal es que ese distanciamiento sea leve, o sólo pasajero; de lo contrario, puede llegar a ser definitivo.

Por último, pasada la adolescencia, y ya en plena juventud, el hijo vuelve a ser más realista y a ver a su padre con más objetividad. Aunque no es ningún héroe, y puede estar desactualizado en algunas cosas, empieza a reconocer el valor de su experiencia, y recurre a ella para fortalecer su conocimiento, que, junto a la energía de su edad, le va a ser muy útil en la vida. Empieza a valorar en su justa medida también todo lo que el padre ha hecho por él hasta ahora. Por su parte, el padre, que ya dio de sí todo lo que podía, tiende a proyectarse sobre la capacidad de su hijo. Ahora es el padre el que empieza a ver al hijo como un héroe que será lo que él no pudo ser, y hará lo que él no pudo hacer.

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