Con cierta frecuencia es noticia algún caso de maltrato infantil, y cada vez que esto sucede se levanta una enorme crítica social, pero es sobre el caso en particular que se publica, y no contra la situación en sí misma, tan extendida en nuestro país. Qué duda cabe de que la crítica es (o debe ser) un elemento importante en el cambio social, pero en nuestro País aún tiene un peso muy pequeño, y es porque, normalmente, va dirigida, exclusivamente, contra los casos puntuales en que esto sucede.
Se critica, por ejemplo, a alguien que, flagrantemente, maltrata a su familia, pero unos días después la actualidad es otra, y ya nadie es consciente de que no se trata de un caso aislado, sino que son cientos de miles en nuestro país, los hogares con maltrato crónico. Se critica a quien en un momento determinado no tiene escrúpulos en utilizar niños como escudo en una manifestación, pero cuando la dinámica informativa cambia de rumbo, ya nadie se acuerda de que son muchísimos miles de niños los que cada día, y de forma permanente, son expuestos a todo tipo de riesgos callejeros por sus progenitores (si es que existen); y de adolescentes los que ya ni siquiera necesitan de ellos para asumir otro tipo de riesgos. Y cuando digo que ya nadie se acuerda, me refiero a que no existe una verdadera voluntad política por solucionar la problemática global, ni una presión pública o denuncia colectiva permanente capaz de despertarla.
El problema del maltrato infantil en nuestro País no es el que ocasionalmente nos muestran los medios informativos, sino que es una realidad cotidiana que tiene dos componentes fundamentales, uno cultural, y otro socioeconómico, en estrecha interrelación. El maltrato infantil supone en nuestro País un problema cuyas dimensiones y consecuencias van mucho más allá de lo que cualquiera podría imaginarse, y cuya posibilidad de solución está aún muy lejana. Desde el punto de vista de la salud es, con seguridad, el mayor factor de riesgo sanitario al que se encuentra expuesta la población infanto-juvenil salvadoreña, por el grave y permanente daño psicológico que ocasiona, y por lo extendida que está su práctica. Sin embargo, la gran mayoría de la población que incurre en maltrato, ni siquiera es consciente de ello, o cuando lo es, lo que en realidad existe, es conciencia de que socialmente no se acepta dicha práctica; pero no existe conciencia del por qué, ni del daño que con ella se ocasiona.
En efecto, el maltratador actúa muchas veces guiado por su responsabilidad, como cabeza de familia, de educar a sus hijos. El (o ella) cree que está haciendo lo correcto y no se plantea que el error está en la forma; de hecho esa es la única forma que conoce; así lo hicieron sus padres, y así lo hacen otros. Tal vez ha oído de otros métodos no violentos, y tal vez ha tratado de ensayarlos alguna vez, pero ha fracasado por la ausencia de fe en ellos, por no formar parte de su cultura, y por no estar capacitado para aplicarlos porque nunca ha tenido oportunidad de aprender.
Otras muchas veces el maltrato responde a la agresividad que muchas personas cargan por múltiples conflictos personales, relacionados normalmente con el stress o la baja autoestima. El stress suele relacionarse con el ritmo frenético de la vida actual, y con la acusada escasez económica; y la baja autoestima puede ser consecuencia de frustraciones, inadaptación social, abuso de alcohol o drogas, y, muy frecuentemente, se relaciona con el hecho de haber sido también víctima de maltrato en su niñez. Esta causa de maltrato suele racionalizarse y disfrazarse de método educativo.