Tradicionalmente, en nuestra cultura, el tema del matrimonio ha solido estar envuelto por un mito que se lo mostraba a la mujer como la meta de su vida; y, de hecho, toda su educación, desde niña, iba encaminada en ese sentido. La boda era la puerta principal del “paraíso”, y la luna de miel el vestíbulo, en el que, además, se destapaba de repente la tupida cortina de la sexualidad. No importaba mucho que posteriormente la relación de pareja no funcionase bien, que el hombre tuviera sus “aventuras”, o que el rol de la mujer, a parte de realizar tareas domésticas y criar hijos, tuviera que limitarse a ser meramente decorativo; eso era parte de lo que la mujer debía asumir, y hasta para eso era educada: El significado real del matrimonio para ella, frecuentemente era la adquisición de un estatus especial que la elevaba sensiblemente de categoría, a la vez que rebajaba la del hombre (“ya cayó”; “ya le cazaron”). Incluso la ley, que no es más que la regulación del control social que una cultura ejerce, hasta hace escasos años contemplaba que la mujer casada debía usar necesariamente el apellido del esposo, con el “de” delante.
Hoy día, aunque la mayoría de esos patrones culturales aún tienen vigencia, no cabe duda de que algo está cambiando. La incorporación de la mujer a la educación académica ha permitido también su incorporación al mundo laboral y profesional, y la está atribuyendo papeles más protagónicos, tendiendo a igualarse a los masculinos. ¿Cómo afecta este contexto a la concepción que la mujer de hoy tiene sobre el matrimonio, y cuál es su preparación para el mismo?.
No es fácil encontrar respuestas definitivas, precisamente porque estamos en una marcada época de cambio. Existe bastante confusión entre los patrones tradicionales aún vigentes y los nuevos que impone una evolución social cada vez más frenética. Ello provoca actitudes contradictorias y ambivalentes: Seguimos educando a las niñas con muñecas y cocinitas, y a los niños con juguetes bélicos, sin darnos cuenta que ahora los horizontes de la mujer van más allá de las cuatro paredes de la casa, y que el papel del hombre ya no es la guerra. Seguimos escondiendo la educación de la sexualidad, sin comprender que los valores al respecto han cambiado por completo. Es mediante el análisis de los resultados, que una sociedad puede retroalimentar la preparación que se debe dar a la mujer, y también al hombre, por supuesto, en cuanto a cómo desempeñar su rol en el matrimonio, pero eso lleva su tiempo. De momento, a penas estamos empezando a ver una serie de resultados negativos que se sintetizan en una cada vez más acusada tendencia a la ruptura matrimonial y a la disolución de la familia, y esto es peligroso.
Antes la mujer era educada exactamente para lo que se iba a encontrar, y esta circunstancia, aunque se casara más joven que ahora y pecara de inmadurez en muchos aspectos, le daba la suficiente capacidad para asumir el papel que conocía bien. Ahora, aunque se case a mayor edad, y con mayor madurez, probablemente va a desempeñar un rol diferente al que fue educada, y, por tanto, su preparación para sobrellevarlo no es mucha. Pero eso no supondría tanto inconveniente, de no ser porque, como consecuencia, el rol del hombre, aunque en menor medida, también está cambiando, y tampoco está educado para ello, ni, mucho menos, para asimilar el nuevo rol de la mujer.
El nuevo rol femenino le proporciona una mayor autonomía e independencia, las cuales no saben ser interpretadas ni por él, ni por ella misma. Por otra parte, el nuevo orden de valores que se impone en la actualidad, en el cual la institución familiar y su adecuada estructuración, la fidelidad y el auténtico concepto de hogar, pierden importancia frente a esa misma autonomía individual, la libertad sexual, el éxito profesional y el dinero (no como instrumento, sino como objetivo supremo), provoca que los objetivos de ambos cónyuges sean cada vez más dispares, y, por tanto, su vínculo matrimonial, lejos de ser el trascendental compromiso que debe ser, no es más que un serio inconveniente para satisfacer esos objetivos.
El matrimonio no es necesariamente la meta en la vida de la mujer; tampoco es la culminación obligada de un proceso amoroso. Es simplemente una opción muy trascendente que se puede tomar o no. Ahora bien, para tomarla debe tenerse suficiente madurez y responsabilidad, conocer bien y concordar en los roles de ambos, y tener como valor supremo aquel que es el objetivo fundamental del matrimonio y de la familia. Si no es en estas condiciones, lo sensato es plantearse si es la mejor opción.
mi comentario es el siguiente, tengo un «matrimonio» (union no matrimonial) que esta a punto de quebrarse de tanta pelea, mi esposo y yo discutimos mucho, bueno creo que la de las peleas soy yo, porq querer que mi esposo reaccione y le tome importancia a su familia, en nuestra casa quien corre casi con todos los gastos soy yo, yo hago tareas con mi hijo, yo hago todos los quehaceres, mi esposo trabaja duro aunque no gana mucho, siempre pasa cansado, pero pasa mas pendiente de su familia biologica que de la propia, eso a mi me quita la paciencia, nunca quiere escucharme, nunca ha pedido una disculpa por sus ofensas, aunque estas hayan sido bien ultrajantes, no niego que yo no lo haya insultado, pero he pedido perdon, guardo mucho rrencor contra el, por todos los ultrajes me ha hecho, no se que hacer. ademas de pedirle a Dios un milagro. con el no se puede hablar.estoy seguro que quiere a sus hijos, pero creo que a mi ya no me quiere, lo vivo a diario.
Mas diria que su union matrimonial ha caido en la monotonía y conformismo. Creo que él la ama, pero no lucha por demostrarlo. Les recomendaria una terapia de pareja, no es necesario muchas sesiones para tratar de establecer prioridades y como llevarlas a cabo.