Tradicionalmente la mujer, al casarse, ha perdido en alguna medida su nombre original para ser “de… (el apellido del esposo)”. Esta pérdida de identidad, en la gran mayoría de casos, ha sido y es orgullosamente aceptada por nuestra cultura, al grado de que la propia ley le daba su aval, no admitiendo otra posibilidad.
Hace años la Ley del nombre de la persona natural sufrió alguna modificación, admitiendo que la mujer pudiera conservar su nombre y apellidos originales, aspecto fundamental de su identidad, sin necesidad de usar el apellido del esposo, como tratando de reconocer el matrimonio como vínculo de unión en la igualdad, más que como de pertenencia de la mujer al hombre. Claro, que tomar esta opción requería una declaración explícita de tal deseo, avalada por un notario en escritura pública (escritura de adecuación de nombre), lo cual no se requería para la otra opción; pero bueno, por algo se empieza.
Probablemente fui una de las primeras y tal vez únicas mujeres en elegir esta opción cuando regresé al País, pues aún hoy, muchos años después, la gente sigue sorprendiéndose de que, estando casada, use mi propio nombre; sí, el mío de toda la vida. Y pese a que ese es el nombre que consta en mi DUI, y a que me he visto obligada a acompañarlo de una copia de escritura de adecuación de nombre, resultaría largo de contar las veces que he sido bloqueada por, siendo casada, no usar el “de…”; la última de ellas, al pretender renovar mi pasaporte recientemente.
Por algo se empieza, sí; pero de nada sirve que el proceso de educación en la igualdad de géneros siga adelante cuando a nivel legislativo, el escaso avance conseguido se estanca y tiende a ser ignorado por las propias autoridades institucionales.