Hay una cada vez más extendida forma distorsionada de percibir la Navidad. Sigue siendo una noche de encuentro, de mesa de gala, de abundancia, de ilusiones y de alegría; una noche en la que siempre falta alguien querido, pero en la que acaba prevaleciendo la tradición. Así es como la seguimos viviendo la mayoría de nosotros, pero cada vez más, se introducen ciertos componentes que tienden a desvirtuarla, y sobre los que cada año, cuando se aproximan esas simbólicas fechas, conviene hacer más de una reflexión.
No deja de ser grotesco el supuesto “espíritu navideño” promovido por la presión comercial, que seduce a las multitudes, reduciendo la Navidad a una conmemoración vacía que parece pretender únicamente abrir las puertas al consumismo, de modo que termina siendo no más que un excelente pretexto para hacer negocio. Pero el problema va más allá de la simple percepción personal del significado de la Navidad, y afecta negativamente a la relación entre las personas, precisamente al contrario de lo que la Navidad pretende.
Tradicionalmente, lo que imperaba en Navidad era el saludo, los deseos de felicidad, la comunicación entre los seres queridos, y el compartir con ellos una noche especial. Hoy día, y sin que eso aún haya llegado a perderse, cada vez impera más el obligado regalo material. De algún modo, nos hemos dejado convencer de que dicho detalle es necesario, imprescindible; se ha instituido en un compromiso para quedar bien con los demás, al grado de llegar a crearnos verdadero stress el tema de ver cómo “cumplimos”, con el tiempo y el presupuesto escaso, con dicho compromiso, que probablemente incluye una larga lista de personas.
Pero este no es el punto final de esta degeneración del sentido de los regalos navideños. Por el mismo hecho de constituirse en una obligación hacerlos, automáticamente se genera el “derecho a recibirlos”, de modo que el regalo frecuentemente ya no se recibe con la ilusión y la algarabía propia de la ocasión, sino con el simple agradecimiento tibio y protocolario que certifica un compromiso cumplido, con lo que el regalo ya no se hace porque se desea hacer, o ni tan siquiera para quedar bien, sino para no quedar mal. Y es lógico; sucede con todo aquello que se hace de forma abusiva; rápidamente se pierde la ilusión por ello, y si a pesar de eso se sostiene es porque hay una adicción creada, bien sea natural, o artificialmente, como en este caso. Sí, tal vez esa es la palabra adecuada: se nos está haciendo “adictos” al regalo material, particularmente en Navidad.
Se hace necesario desligarse de toda esa trama ruidosa, difundida en nuestros ambientes, que mantiene las celebraciones navideñas cautivas en los terrenos de la superficialidad y del consumo. Se hace mucho ruido exterior con el pretexto de la Navidad para huir de lo espiritual, donde cada vez nos sentimos menos cómodos; y extraviarse en el materialismo. Esa abundancia de luces, de fiestas, de regalos, y de frenéticas compras, muchas veces es sólo un sustituto del sentido ausente que da a cada ser humano el nacimiento de Jesús. Y precisamente cuando más debemos acercarnos a lo espiritual, es cuando más nos acercamos a lo material.
No es poseer lo que engrandece al hombre, sino compartirlo. Es urgente abrir el paso a estilos de vida donde la búsqueda de la verdad, del bien común, y de tantos otros valores, como el compartir con los demás para un crecimiento común, sean los elementos que determinen las opciones de consumo. En este sentido, no debe entenderse ilegítimo el deseo de poseer y de disfrutar de las cosas; al contrario. Más bien, lo que deprime al hombre es el poseer de una forma desmedida, insolidaria y excluyente, vaciándose de si mismo para llenarse de cosas materiales.
¿Qué sentido tiene celebrar la Navidad a través de la opulencia material, cuando el hecho de Jesús naciera pobre, marginado y perseguido, y muriera también pobre, marginado y perseguido, nos está enviando un perpetuo mensaje de lo que es el verdadero espíritu de la Navidad? ¿Cuánto nos acordamos en Navidad de los que viven en condiciones similares a Jesús? ¿Cuánto nos acordamos de los desheredados, de los fracasados, de los que no tienen ni dónde refugiarse, y de todos aquellos que han equivocado su camino y no tienen más compañía que su propia soledad? ¿Cuánto nos acordamos de tanta gente que vive en la miseria en nuestro propio País?
¿Cuánto nos acordamos en Navidad de aquellos con quienes a diario nos cruzamos como quien se cruza con un poste de la luz, evitando mirarle, como si no existiera, para esconder nuestro sentimiento de culpabilidad y vergüenza por nuestra opulencia, que siempre nos parece insuficiente? ¿No era Jesús uno de ellos? ¿Por qué no, en Navidad, agregamos en nuestra lista de compromisos a alguna de estas personas, para regalarles una mirada y un dólar?
Si, ante todo recordar que la navidad es un tiempo para compartir con los seres que amamos … gracias!