Siendo el deporte un componente importante, y hasta necesario, en el desarrollo de niños y adolescentes, parece paradójico hablar de riesgos psicológicos relacionados con la práctica del mismo. Para explicarlo debemos en primer lugar establecer una clara diferencia entre el deporte practicado en forma lúdica y sin mayores compromisos, y el deporte de alta competición al que niños y adolescentes acceden cada vez más, y a edades más tempranas.
En el primer caso, el deporte no solamente es beneficioso desde el punto de vista físico, sino también psíquico, pues contribuye enormemente a la socialización, ayuda a modelar el temperamento, llena sanamente el ocio, y divierte a quien lo practica. El riesgo psicológico por alguna posible lesión que puedan sufrir, y que les incapacita temporalmente para seguir en la práctica, es, fundamentalmente, la frustración por la limitación física que sufren y que les impide hacer una vida normal, entendiendo que el deporte es juego, y, por tanto, es parte fundamental de lo que para el niño o adolescente es una vida normal. La mejor terapia que puede recibir en este caso es por parte del grupo de juego, de modo que éste no le aísle por su incapacidad temporal, le involucre en una actividad alternativa relacionada con el propio juego, tal como juez o árbitro, y se relacione con normalidad con él fuera del juego.
En el caso de niños y adolescentes involucrados en deporte de alta competición, los riesgos psicológicos son mucho más complejos, y no se refieren sólo a la posibilidad de lesiones. Tal vez los niños sueñan con ser deportistas famosos, pero suelen ser los padres quienes se plantean en forma realista y prioritaria la posibilidad de que su hijo sea un deportista destacado, y a edades cada vez más tempranas les someten a intensos entrenamientos y programas competitivos propios de un nivel profesional. Esta fuerte presión suele verse incrementada con la de los propios entrenadores que buscan con ello su prestigio profesional.
En estas condiciones el desarrollo del niño o adolescente empieza a apartarse de la normalidad. En este caso el deporte no es un juego; por el contrario, aparta al niño del juego y el estudio. El niño empieza a convertirse en una máquina que debe satisfacer las exigencias de padres y entrenadores y el orgullo de un club o incluso un país. Ello mismo puede provocar el inicio en el consumo de sustancias que les permitan mejorar su rendimiento. Las lesiones por sobrecarga aumentan espectacularmente, y parecen justificarse por el extremo esfuerzo a que es sometido un organismo que aún no está preparado para ello. En caso de lesión surge la depresión por no poder responder a la exigencia de los mayores.
No es que sea malo introducir al niño en el deporte de alto rendimiento, pero se hace necesario revisar los alcances del concepto “alto rendimiento” en los niños y adolescentes. Hasta cierto límite, y mientras el deporte es un instrumento al servicio del niño, es positivo entre otras cosas para mejorar su autoestima, pero más allá de ese límite, cuando es el niño el que se convierte en instrumento al servicio del deporte, puede tener efectos muy negativos.