Habíamos visto en el espacio anterior que es conveniente poder dar ejemplo para educar, aunque ello no basta; pero habíamos planteado más interrogantes, como… ¿es absolutamente necesario el ejemplo para educar? Surge esta pregunta desde la conciencia de que no siempre se puede dar ejemplo; somos humanos, con numerosas deficiencias y defectos, muchos de ellos adquiridos en nuestro proceso educativo, y que ahora, ya adultos, no tan fácilmente podemos superar; sin embargo, es legítimo y sano el anhelo de que nuestros hijos sigan modelos educativos adecuados, superen nuestras deficiencias y, en definitiva, sean mejores que nosotros. Pensar que no se puede educar sin dar ejemplo equivaldría a admitir que nuestros hijos no pueden ser mejores que nosotros, lo cual no tiene sentido.
En muchísimos casos sí se puede y se debe educar aunque no se pueda dar ejemplo; pero como los hijos necesitan referencias, ahí donde no podamos dar ejemplo tendremos que ponernos como contraejemplo, es decir, no esconder nuestra realidad ni nuestros puntos débiles; sino al contrario, mostrárselos y darles una explicación de por qué los tenemos, qué consecuencias negativas nos generan, y que ya, como adultos, son difíciles de superar. Y PRECISAMENTE POR ESO, porque conocemos bien esa consecuencia negativa, es que es importante que ellos sigan otro modelo que eduque como fortaleza lo que en nosotros es debilidad.
Hacer esto no es rebajarse ni perder autoridad; al contrario, ellos no usarán nuestra deficiencia en contra nuestra, sino que admirarán nuestra firme voluntad de que ellos se eduquen mejor que nosotros, lo que fortalecerá nuestra autoridad. Por el contrario, si ocultamos nuestras debilidades, antes o después las descubrirán, las usarán en nuestra contra y se sentirán defraudados. Entonces habremos perdido la autoridad para educar, y ellos la motivación para educarse.
Habíamos justificado que en muchos casos sí se puede, y se debe educar aunque no se pueda dar ejemplo. Sí, pero no siempre. Para cerrar este tema, trataremos de discernir cuándo es posible, y cuando no. En general, cuando lo que se valora no es la virtud, sino el defecto, o cuando el defecto no tiene justificación alguna, o cuando con el defecto se obtiene una ganancia, no es posible educar la virtud. Difícilmente se pueden educar sin el ejemplo los valores relacionados con la verdad. El mentiroso o el tramposo, no puede inculcar otra cosa que la mentira o la trampa; la honestidad no puede ser educada por la persona deshonesta. Esto es porque normalmente la mentira o la falta de honradez llevan consigo ganancias secundarias, como una ventaja económica, o evitar un castigo, etc., y por tanto, lo que se valora es esa ganancia y el antivalor que la hace posible, o sea, la mentira, y eso es lo que se transmite.
Cuando se tiene un defecto, pero no se tiene ganancia de él, es más factible educar la virtud, siempre que se tenga clara consciencia del defecto, y alguna justificación; de lo contrario, es difícil. Esto es aplicable, entre otras cosas, a los hábitos y modales. La persona improvisadora, o desordenada, por ejemplo, difícilmente puede educar la previsión, el orden y la planificación si no es consciente de que tiene un defecto; pero si es consciente de ello, sí puede educar la virtud, aunque sea indirectamente, o sea, a través de otras personas.
Finalmente, cuando se trata de virtudes o capacidades que no se tienen, pero que se admiran en los demás, y se valoran, entonces sí se pueden educar directamente. La persona cobarde, o débil, por ejemplo, admira y valora la valentía y la fortaleza, y puede educarlas en sus hijos, pero debe ponerse a sí misma como contraejemplo. En definitiva, lo que se puede educar no es lo que se tiene, sino lo que se valora, aunque no se tenga.
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