No hay momento más difícil para los padres que el tiempo en que ven que sus hijos empiezan a independizarse. Obviamente, esto no significa dejar el hogar familiar -esa es otra etapa que llegará después- sino el comienzo de la complicada transición entre la niñez y la adolescencia. Como padres, por lo general nos resistimos a ese momento.
Es que nuestra vida se centra en el éxito de ellos y la mayoría de las veces no nos damos cuenta hasta que ya inician el paso de la etapa prepuberal a la adolescencia, y ya entonces es un poco tarde para tratar de establecer límites consensuados y cierta madurez en la toma de decisiones.
De los 10 años en adelante, los niños ya no escuchan solamente a los padres, si no que también siguen el ejemplo y la guía de sus iguales. Empiezan a ser más rebeldes y razonan menos, porque actúan más de acuerdo al grupo que les rodea. Se trata de una etapa de cambio permanente, cambios físicos, de humor, de gustos, de amistades.
Por eso es importante que desde que son pequeños los padres traten de que las decisiones sean consensuadas, aunque al final terminen por ser los padres los que tengan la última palabra. Hay que tratar de hacerlos razonar y dejarles elegir frente a unas cuantas propuestas de nuestra parte. Hacerlos razonar no significa simplemente decirles que entiendan el por qué de lo que decidimos.
Es muy importante que ellos participen en la toma de decisiones que les afectan; de otro modo, lo tomarán como una imposición contra la que se rebelarán. Idealmente los padres deberían simplemente dirigir el diálogo, de modo que sean ellos los que hablen y saquen sus propias conclusiones sobre las consecuencias de hacer las cosas de una u otra forma, de modo que sean ellos mismos quienes tomen sus decisiones; las cuales, por supuesto, han sido sutilmente guiadas por los padres, pero para ellos lo importante es que las tomaron ellos mismos.
En la medida que se dialoga y comparte con ellos, es más fácil conocerlos, lo cual ocurre en esos momentos de la vida en común: juegos, comidas, al hacer las tareas, cuando se les lleva al colegio, etc. Son oportunidades para dialogar, exponer nuestros puntos de vista y conocer los de ellos, valorar sus debilidades, su control de la frustacion a modo de poder tomar decisiones consensuadas que sabemos podran ser llevadas a cabo y no metas imposibles.
Sobrellevar esa transición es todo un reto, especialmente porque es la edad donde muchos hijos empiezan a cuestionar el modelo paterno. Cuando no se hace la transición de la forma adecuada, los padres entran en pánico y reaccionan muchas veces con poco criterio y excesiva rigidez, algo que no es bueno. Intenten no invadir su espacio y respetar su intimidad, ya que es bastante normal que quieran alejarse un poco.
La fórmula es el diálogo, pero con niños más rebeldes y a veces con otros problemas aparejados, tanto en el nivel escolar como social, puede ser requerida la intervención de una persona neutral. En ese caso, debería ser alguien fuera del núcleo familiar. Es clave apoyarse en profesionales bien experimentados y, en su defecto, en alguna figura de autoridad, aunque no recomiendo que sea un representante religioso, sino más bien una persona laica con valores, alguien respetado tanto por los padres como por los hijos.
En realidad, debemos confesar que nos cuesta mucho admitir los cambios físicos, de gustos y de actitudes en nuestros hijos. No estamos preparados para la idea de que ellos son seres que pasarán por nuestras vidas, pero no son posesión nuestra: serán del mundo y harán su propio camino. En ese sentido, cuanto más se hayan criado en independencia y libertad, y se sientan bien aceptados por los padres de acuerdo a los valores familiares compartidos, serán más cercanos que si tratan de mantenerlos unidos solo en base a rigidez, disciplina y muchas veces dinero.