
En alguna ocasión había dejado un interrogante sobre la utilidad de la religión en el combate contra el fenómeno de la violencia juvenil, que requiere una explicación más amplia. La religión, en la forma que sea, no solamente es útil, sino necesaria para la gran mayoría de seres humanos, desde el momento en que éstos tienden a plantearse cuestiones que se escapan completamente a su capacidad de razonamiento, y necesitan respuestas que le den permanente sentido a su existencia. La religión, además, suele proponer valores que se constituyen en un modelo positivo de vida, tanto a nivel personal como social; valores que no son patrimonio exclusivo de las doctrinas religiosas, sino simplemente son adoptados, aun cuando frecuentemente los manejan como patrimonio exclusivo.
Visto superficialmente, parece muy fácil interpretar entonces que la religión sería un instrumento eficaz contra ese modelo negativo de vida que representa la violencia juvenil, y eso parecen pensar los políticos. Pero si profundizamos un poco más, inmediatamente surge otra cuestión: Sí, tal vez la herramienta está ahí, pero ¿Cómo manejarla? Y ese ya es un tema en el que nadie entra, como dando a entender que ya no es asunto de los líderes sociales y políticos, sino de los líderes religiosos, y evidenciando la desorientación que los políticos tienen al respecto.
Porque… ¿Cómo puede aplicarse la religión al problema? Hasta ahora, el mayor éxito de la religión al respecto, ha sido en la labor de recuperación de jóvenes con valores y conductas distorsionadas. Pero para llegar a esa situación de rehabilitación, es necesario, en primer lugar, que la persona reconozca la sensación de haber caído bajo y tocado fondo, y, en segundo lugar, una reflexión y el compromiso responsable con su recuperación y con el nuevo modelo de valores propuesto por la religión; y ello requiere un nivel mínimo de madurez, que tal vez se pueda alcanzar después de los 20 años de edad, pero no a edades mucho más tempranas, en las que la salud mental de la persona ya se ha podido deteriorar lo suficiente como para manifestar conductas antisociales.
En efecto, incluso desde la propia niñez ya se pueden advertir síntomas de lo que más adelante terminará siendo un adolescente o joven violento. Y no solo síntomas, sino condiciones del ambiente familiar y social que ponen en alto riesgo la salud mental de los niños, y que posiblemente provoquen su deterioro. Los esfuerzos deben enfocarse tanto o más a la prevención como a la recuperación; lo contrario es simplemente como sacar con huacales el agua de un tsunami.
Sin embargo, por la propia inmadurez a esas edades tempranas, difícilmente el niño puede aceptar y asumir la propuesta de la religión si ésta le llega directamente, pues a esas edades los valores que se aprenden son únicamente los valores que se viven, y se viven básicamente en familia y en sociedad. El papel de la religión debería ser entonces indirecto, es decir, como instrumento de la familia, de modo que, en definitiva, siempre es la familia la que determina directamente la salud mental de los niños. Y en todo caso, a través de la familia la religión propone valores, pero éstos, aun siendo fundamentales, no bastan; se requiere también un conocimiento en el manejo adecuado de los hijos, y ese es un tema al que la religión no puede responder. En conclusión: religión sí, puede ser útil, pero no suficiente; hace falta educación.