Colaboración de CARMEN GONZÁLEZ HUGUET
Poetisa y escritora orgullosamente salvadoreña
El sol de las ocho requemaba la cumbre pelona del cerro del Tacuazín. A pesar de la brisa, que mecía rítmicamente las palmeras, y el olor a verano, a Navidad y a alegría que flotaba en el aire, la niña Chayo Sandoval tenía una expresión de ansiedad en el rostro.
Había salido a las cuatro y media de la madrugada, desde Intipucá, en el remendado pícap de su primo, para llegar a las siete al aeropuerto. Junto con los nietos y los sobrinos, todos en ayunas, porque en la prisa de llegar a tiempo no quisieron detenerse a probar bocado, la niña Chayo vigiaba por la encristalada puerta de salida para ver si alcanzaba a divisar a su hija.
Mojada se había ido, en medio de la guerra, dejándole al cipote de tres años y a la tierna de nueve meses. «Ingrata», le había dicho ella, «¿cómo tenés valor de dejar a la niña tan chiquita?». Pero la María Elena le había pintado en blanco y negro, con pesos y centavos, la realidad económica de la familia, y la niña Chayo no había tenido más remedio que darle la razón.
Durante esos años la hija había sido responsable. Mes tras mes, les había enviado los dólares, los vestidos para la niña, los tenis para el varón, las fotos y postales con horrores de ortografía que la niña Chayo atesoraba con el fervor de la nostalgia. Sólo extrañaba las cartas. La María Elena nunca había sido buena para escribir. Para las cuentas, sí, como ella, que sumaba sin papel ni lápiz ni calculadora, pero las cartas eran escasas y escuetas.
No sabía la buena señora que para la hija las cartas eran una dificultad insuperable, no sólo por la escritura trabajosa de su tercer grado hecho a medias, sino porque tenía que inventarse un trabajo de niñera que a veces, sólo a veces, era cierto.
El resto del tiempo, María Elena hacía lo que podía: Limpiar casas, vender hamburguesas, coser por encargo, cosechar frutas y verduras, lavar trastos en un restorán chino, en fin, lo que cayera…
Ahora regresaba, por primera vez en diez años, y las dos tenían miedo. La madre temía encontrarse a una gringa, que viera de menos la humildad y la sencillez campesinas de su gente. La viajera temía la intuición de la madre, que aunque nunca fue a la escuela, tenía la sabiduría infalible de leer en el corazón lo que uno más quisiera ocultar.
La hija, en Migración, veía impaciente el Casio de pulsera, que también era calculadora, mientras se imaginaba la estatura de sus hijos. El mayor era un adolescente, y por las fotos sabía que era largo y óseo, moreno y enjuto, como el abuelo. La niña tenía once años y era gordita y chata, con los ojos rasgados y las pestañas de muñeca suyas.
Salió de allí y se encaminó a la sala de las bandas transportadoras, esperando ver aparecer la catizumbada de maletas. Traía seis y una caja enorme, con el televisor. Sabía que le iban a cobrar exceso de equipaje, pero lo tenía previsto. Sólo para pagarlo había trabajado todo un mes haciendo horas extras como cajera de un supermercado que abría las veinticuatro horas del día.
Desde allí vio la puerta encristalada y se imaginó que su mamá y sus hijos estarían detrás, pero no alcanzó a distinguirlos. Estaban tan lejos… Ellos tampoco la reconocieron. Los niños sólo la habían visto en fotos, y ella había cambiado tanto que la madre no lograba empalmar su figura de ahora con la María Elena que se fue.
Tuvo que esperar largo rato en la cola de «declarar». Afuera, el aire iba llegando lentamente a los treinta grados, a pesar de la brisa. La niña llevaba puesto el último vestido que le había mandado. El varón iba con los ríboc y los bluyines que lo habían incluido en el pueblo entre la élite de los que tenían familia en Estados Unidos.
La ansiedad se hizo insoportable cuando comenzaron a salir los primeros pasajeros. La gente se arremolinaba afuera, esperando ver el rostro del hijo, del hermano, del sobrino, de la nieta, del cuñado, de la mamá, del tío… María Elena tuvo que llamar a seis de los muchachos cargadores para que en sus carretillas le ayudaran con el equipaje, mientras ella jalaba la Sansonit. La había comprado en una venta de garage, casi nuevecita. La iban a tirar sólo porque tenía una mancha de pintura demasiado obvia en una esquina.
Se aproximó a la salida y la reventazón humana se la tragó, sumergiéndola en el tumulto, junto con los cargadores y las maletas. Fue a salir unos cien metros adelante. El primero en verla y reconocerla fue el hijo mayor. A su grito, la comitiva de Intipucá le cayó encima con una alegría y una ternura tumultuarias.
Después de los abrazos asfixiantes y de las lágrimas inevitables (la abuela había aleccionado a los niños para que no lloraran, y fue ella la primera en echarse a llorar), la niña Chayo le agarró el rostro a la hija entre sus manos de tortillera y se sumergió en sus ojos.
En ellos leyó todo: la terrible nostalgia, el peso de los años y de las truncias de la vida, la creciente amargura de la mujer sola, la tristeza de no tener a los hijos consigo, la enormidad de su desamparo y la cólera de tener que joderse trabajando tanto para medio salir de la pobreza.
—Yastás aquí y eso es lo que importa— le dijeron las manos de nixtamal de la nana. Y entonces, a la María Elena se le desamarró el nudo que tenía en la garganta desde que divisó el delantal con encajes y miles de bolsas, las yinas azules, el pelo entrecano recogido en la peineta y el rostro que ella repetía en el suyo, rostro tantas veces añorado.
Hundió la cara en el hombro huesudo de su mamá para llorar todas las lágrimas que se había tragado a la par de la máquina de coser, de la plancha de hamburguesas, de los rimeros de platos lavados, de los canastos de manzanas, de la cuna de otros niños que no eran sus hijos, los que ahora la arrollaban como una represa que se raja de golpe.
Y el hombro huesudo de la niña Chayo, que parecía tan frágil y vulnerable como una rama antigua, soportó el torrente con la misma fuerza con que ella y su hija y miles de mujeres salvadoreñas sostienen la vida de sus hijos. Es decir, la vida de todos nosotros.
CARMEN GONZÁLEZ HUGUET